El proyecto cartesiano de una ciencia universal: una
respuesta frente a la crisis
El proyecto cartesiano de una ciencia universal sólo puede
entenderse como la tentativa de superar radicalmente una crisis profunda que
impregna todos los ámbitos de la existencia humana: desde el saber hasta la
religión, pasando por la política y la ética. En efecto, la llamada edad
moderna se halla marcada por un escepticismo inicial al cual no pudo hacer
frente una escolástica formalista y decadente, y también por las luchas
político-religiosas que ensangrentaron Europa durante más de treinta años entre
aquellos que, como Lutero, se proponían una vuelta al cristianismo de los
orígenes y los que no consideraban la reforma como algo necesario, o la
entendían sobre todo como un perfeccionamiento de la moralidad y piedad. Junto
a la ruptura de la unidad en la antigua Cristiandad, hay que señalar otros
acontecimientos que contribuyeron a agudizar la crisis, como los
descubrimientos de nuevas culturas —orientales, como la china, y las
precolombinas americanas— no sólo distintas desde el punto de vista religioso,
social y político, sino también ético, o los progresos en las ciencias
experimentales que condujeron, entre otras cosas, a la sustitución del sistema
tolemaico, geocéntrico, por el copernicano, heliocéntrico.
Pocos pensadores, entre los que ocupa un lugar señero
Descartes, fueron capaces de darse cuenta de la importancia de la crisis y de
lo que en ella estaba en juego: no sólo la desaparición de la idea unitaria de
una Europa que había aglutinado pueblos diferentes y culturas, sino la
posibilidad misma de seguir aspirando a conocer la verdad. En efecto, cenáculos
intelectuales, como el de los libertinos eruditos [Rodis-Lewis 1995],
iban extendiendo sus ideas negadoras de normas morales, e incluso de la
posibilidad racional de conocer la verdad. Desgraciadamente, como experimentó
el mismo Descartes en sus años de estudiante primero en La Flèche y luego en la
Universidad de Poitiers, la formación que recibían las élites de la época,
lejos de prepararlos a hacer frente al escepticismo, parecía fomentarlo: ni los
estudios de filosofía iban más allá de la repetición de doctrinas abstrusas
cuya relación con la realidad se había perdido hacía tiempo, ni las ciencias
experimentales, como la astronomía, la física, la medicina, hallaban algún
lugar en los currícula de la época. Sólo en la matemática, por lo menos a los
ojos del joven Descartes, parecía seguir ardiendo la llama de la verdad.
Probablemente la pasión de Descartes por las matemáticas
consiguió salvarlo de las garras del escepticismo. Esto explicaría tanto el
proyecto de construir una ciencia o mathesis universal,
como el partir de la evidencia matemática. De todas formas, era preciso
encontrar el modo de aplicar esa evidencia, reducida a unos pocos objetos, a la
totalidad del saber, más aún a la totalidad de todo lo que existe. De ahí la
necesidad de encontrar un principio absolutamente evidente, capaz de derrotar
el escepticismo de manera radical, a la vez que de proporcionar un criterio
definitivo para la adquisición del saber.
Pero, ¿cuál es el ideal de saber que se esconde en el
proyecto de ciencia universal? Es una mezcla de sagessehumanista
y de sabiduría escolástica. De la primera toma la importancia del conocimiento
de sí [Lázaro 2009a]; de
la segunda, la consideración de la sabiduría como el perfeccionamiento de la
ciencia. Sin embargo, frente al escepticismo de la primera, Descartes busca una
verdad válida para todos los hombres, y frente a la segunda, que considera
imposible reducir todas las ciencias a una sola (los principios de la técnica,
de las ciencias prácticas y teóricas son distintos), un origen y un fin único.
Para Descartes, la ciencia puede ser una, pues parte de la razón, que es una [Recherche de la vérité X:
496], y tiene como objetivo el dominio de la naturaleza [Bonicalzi 1998:
175]. La ciencia se fundará, por tanto, en la razón y en la capacidad de ésta
para conocer la verdad. Se trata de una verdad que, por eso, no puede proceder
de un conocimiento sensible, sino sólo inteligible, cuya característica es la
evidencia. De ahí que hasta que no alcance esta evidencia Descartes ponga entre
paréntesis la totalidad del saber humano.
Además de este nuevo modo de entender la verdad, en el
arranque de la ciencia cartesiana hay otra novedad de la que no parece darse
cuenta el mismo Descartes: el concepto de principio, el cual no sólo debe tener
una prioridad ontológica, sino también gnoseológica, en cuanto que ha de
presentarse ante la conciencia como tal, pues el principio de la ciencia
universal debe ser primero en todos los sentidos posibles.
La duda
metódica y el error : Para demoler el viejo edificio del saber de la antigüedad,
Descartes utiliza la duda. No se trata, sin embargo, de la conocida duda
escéptica, como la de los libertinos eruditos: se trata de una duda que, siendo
radical, no es un estadio final, sino un punto de partida en el camino hacia la
verdad. Además, la duda cartesiana establece una separación inicial entre el
ámbito teórico o de las ideas y el práctico o del sentido del vivir. Por eso,
la duda cartesiana no se extiende a la moral y a la fe. Por supuesto, la moral,
que corresponde a la etapa de la duda, será provisional en
espera de construir la ciencia universal, mientras que la fe quedará reducida a
un grupo de creencias que se aceptan más por tradición, que por convicción
racional, como lo prueba la afirmación del pensador de la Turena: “él tiene la
fe de su nodriza” (recordemos que su relación con su madre duró pocos meses),
lo cual muestra cierto fideísmo que tendrá graves repercusiones en la
separación moderna y postmoderna de razón y fe [Spaemann
2009: 13].
De todas formas, la diferencia de la duda cartesiana con la
escéptica se aprecia aún mejor cuando se tiene en cuenta su pugna contra el
escepticismo: Descartes considera que éste sólo puede vencerse en su mismo
terreno, es decir, mediante la aceptación de la duda, para a través de ella
alcanzar la verdad, demostrando así que la duda no puede ser el estado
definitivo de la razón humana. La verdad para Descartes no es sólo una isla
feliz en el océano del error, sino aquello que —si existe— permite evitar
completamente el error: no sólo aquel del que se es consciente, sino incluso su
misma posibilidad. De ahí que error adquiera en Descartes un nuevo significado:
el estado en que inicialmente se encuentra su mente, o sea el conjunto de ideas
de las que no puede afirmarse nada por falta de fundamento. Según nuestro
autor, las ideas proceden de una triple fuente: el conocimiento sensible, la
memoria y la lógica formal. Y cada una de ellas se halla desasistida de
fundamento: el conocimiento sensible porque es pasivo (el objeto es dado o
supuesto; los errores sensibles, como el del remo que al introducirse en el
agua parece estar roto, son una ratificación de esta falta de fundamento); la
memoria, por su parte, se refiere al pasado, pero el fundamento o se halla
presente ante la conciencia o no es tal; por último, la lógica formal exige que
la razón se fíe de unas reglas que no son evidentes, como la deducción de una
conclusión a partir de las premisas.
El abandono de la duda dependerá, por tanto, de la voluntad;
más en concreto, del querer encontrar el fundamento de la ciencia, para lo cual
Descartes se obliga a no afirmar como verdadero lo que aparece espontáneamente
en la conciencia. Este rechazo equivale a darse cuenta de la existencia de una
aceptación inicial de la que ahora es consciente, o sea que antes había
afirmado como verdadero lo que no lo era por carecer de fundamento. La voluntad
humana parece ser así origen de dos capacidades contrarias: el poder de afirmar
la verdad y el ser fuente de error. ¿De dónde procede esta duplicidad?
Descartes, como los escépticos, rechaza la existencia de una
relación entre idea y realidad; no, a diferencia de los escépticos, porque no
se pueda conocer la realidad, sino porque nuestras ideas no corresponden a la
realidad. La razón que da es clara: la idea, en cuanto que existe dentro del
pensamiento, pertenece sólo a él, mientras que la realidad es indepediente,
pues se halla fuera de la mente. De ahí que en la idea no haya nada que permita
el paso a la realidad ni viceversa. Por otro lado, según Descartes, la
existencia de la idea y de la realidad extramental es innegable, pues la idea
es percibida por el pensamiento y la realidad es afirmada por la voluntad en el
juicio. Atribuyendo el juicio a la voluntad —en lugar de a la razón—, Descartes
hace depender la verdad de la voluntad divina que la crea y de la humana que
debe aceptarla. La distinción cartesiana entre idea y realidad depende en gran
medida de la filosofía escotista, que llegó a Descartes por medio de Francisco
Suárez [Marion
1981: 105 y ss, 1996:
capítulo 5;Ippolito
2005]. Según nuestro autor, las ideas, como la realidad extramental, poseen
un ens deminutum o entidad, que no se refiere a la
realidad extramental sino sólo al aparecer de las mismas en la conciencia. El
error consiste en afirmar como real lo que aparece en la conciencia, es decir,
en presuponer una realidad fuera de la mente que correspondería a la idea. La
presuposición es, pues, error y causa de todo tipo de error. Ya que, incluso en
el caso de que una idea se conociese más tarde como real, afirmarla cuando
todavía no se la conoce como tal sería un error.
Pero, ¿cómo se alcanza entonces la realidad? Siguiendo a
Scoto, Descartes señala que a la realidad se accede mediante la voluntad: ya
sea porque es la Voluntad divina que la crea ya sea porque se trata de una
voluntad capaz, si no de crearla, al menos de afirmarla. Aunque desde el punto
de vista formal la voluntad humana es —como la divina— absoluta, pues se trata
de una perfección pura que no admite grados (o se tiene o no se tiene); desde
el punto de vista de su poder, es en cambio limitada, ya que ésta no puede
crear, sino sólo afirmar la realidad. Sin embargo, como no posee un criterio
que le permita afirmar lo que es real, la voluntad se ve obligada a usar su
poder infinito de forma negativa, rechazando la afirmación de todo lo que
aparentemente es real, es decir, poniendo en ejercicio una duda universal.
4. Cogito y
evidencia
Descartes descubre que la duda universal contiene ya en sí
la certeza, pues «mientras quería pensar que todo era falso, era necesario que
yo, que lo pensaba, fuese algo» [Discours VI: 32]. Nuestro autor encuentra así
en el yo, apenas descubierto, un principio que jamás podrá ser destruido por
nada, ni siquiera por la duda universal: cogito ergo sum. El cogito o
pensamiento anula la duda cuando se cae en la cuenta de que dudar es pensar.
Aunque se presenta en la forma de un silogismo, el cogito cartesiano no es un razonamiento, sino
una pura intuición, pues no introduce ninguna necesidad exterior al
pensamiento; tampoco requiere un verbo mental o una idea, ya que entonces sería
algo posterior y por tanto no evidente. Según Descartes, el cogito es la presencia del pensamiento ante
sí mismo al ser suscitado por la duda. La conexión intrínseca entre el
pensamiento y su causa aparece así tan indudable que puede afirmarse que poner
el pensamiento es radicalmente ser [Heidegger
1994: 890]. Por eso, al dudar, la voluntad se ve obligada a afirmar el cogito como real, o sea como sum.
Ahora bien, el sum afirmado
excluye de sí todo lo que no sea puro pensamiento, como el cuerpo, el
movimiento, las sensaciones y también el tiempo. Se trata de un yo
absolutamente puntual, ligado de tal forma al pensamiento, que no puede dejar
de pensar sin ser y viceversa: «soy solo una cosa pensante, o sea una mente, o
alma, o razón; palabras estas cuyo significado me era antes desconocido» [Méditations VII:
27; Henry
1985: 31].
El descubrimiento de la cosa pensante o substancia pensante
le sirve también a Descartes para distinguirla de otro tipo de substancia,
caracterizada por la extensión y el movimiento; sin embargo, de esta no posee
aún ningún tipo de evidencia. El problema que debe afrontar nuestro autor
consiste en volver a unir, una vez separados, el cogito y las ideas u objetividad, pues sólo
si lo logra será posible construir la ciencia universal. El modo de conseguirlo
no es lineal ya que no es posible pasar del cogito, que es real o sum, a las ideas, que son sólo representación. Es decir,
al aparecer las ideas no aparece su origen o causa y, por tanto, no pueden ser
afirmadas. Pero, ¿es posible afirmar algo de las ideas?
Descartes somete las ideas nuevamente al control de la voluntad;
mediante la vigilancia atenta de lo que es dado en la representación emerge la
evidencia o no evidencia de las ideas, pues según nuestro autor querer y
percibir lo que se quiere corresponde a un único acto del alma [Principia I: 32]. Por eso, la idea evidente
supone un pensamiento objetivo controlado [Polo
1963]. Ciertamente, a la idea no corresponde la evidencia del cogito,
sino sólo el carácter de evidente, que consiste en la claridad y distinción.
Este carácter se halla de modo principal en el cogito. En
efecto, la evidencia del cogito se
basa en la claridad y distinción con que se ve que, para pensar, es necesario
ser: es clara por ser perfectamente transparente al intelecto y distinta, por
diferenciarse de todo lo demás. De ahí que Descartes pueda establecer como
regla que las cosas que la mente conciba de modo claro y distinto serán
evidentes.
Al controlar las ideas, Descartes descubre que la idea está
constituida por dos tipos de realidad: uno formal y otro objetivo. La realidad
formal de la idea no es más que el hecho de estar presente ante el pensamiento,
por lo que mientras está presente no puede negarse su presencia. Desde el punto
de vista formal, todas las ideas son igualmente evidentes. La realidad objetiva
de las ideas, en cambio, presenta una diversidad infinita de grados de acuerdo
con la mayor o menor claridad y distinción de las mismas. La mayor claridad y
distinción en las ideas se da en aquellas que son simples, es decir, en
aquellas que no pueden dividirse en un mayor número de partes. En cambio, las
ideas compuestas deben ser reducidas a ideas simples, pues, de otro modo, no se
alcanzará la visión clara y distinta.
¿Cómo estar seguros de que la idea clara y distinta
corresponda a algo real? Descartes introduce aquí un elemento, capital en su
filosofía aunque extraño a la misma: el concepto de causa universal del ser
(“todo lo que es, es causado”). Por más imperfecta que pueda ser una idea, siempre
es una entidad o esse
deminutum. Y, como todo lo que es, tiene necesariamente una causa, a
la causa de la idea le corresponde, «por lo menos, tanta realidad formal cuanta
realidad objetiva contiene esta idea» [Méditations IX-1: 33]. De ahí la hipótesis
cartesiana de que la idea corresponderá a algo real, cuando su realidad
objetiva aparezca de forma clara y distinta.
. Dios como evidencia absoluta
La simple hipótesis no basta para garantizar la
correspondencia entre las ideas claras y distintas y el aspecto inteligible de
la realidad. De ahí la necesidad de encontrar una evidencia mayor que la del cogito,
que sea capaz de permitir el paso a la realidad. En efecto, la evidencia del cogito es limitada: pensar es sólo una
posibilidad del sum(porque
soy, puedo pensar) pero no el sum, ya que lo pensado no es sum; o
dicho de otra forma, en el cogito hay
una diferencia insalvable entre cogito-sum y cogito-obiectum,
pues el cogito es a la vez sum y obiectum, pero el sum no esobiectum [Polo
1963]. Descartes realiza una nueva hipótesis, la última: sólo si existe una
idea cuyo contenido objetivo se identifica sin residuos con su causa, se habrá
alcanzado una evidencia perfecta; lo que permitirá fundar realmente y no sólo
hipotéticamente la correspondencia entre idea evidente e inteligibilidad de la
realidad. La verificación de tal hipótesis es la demostración cartesiana de la
existencia de Dios.
El método para probar esta hipótesis será nuevamente la
duda; en este caso, una duda hiperbólica: no sólo dudará de la idea oscura y
confusa, sino también de la clara y distinta. Lo único que permanece a salvo de
esta duda es elcogito-sum, pues en el acto de dudar
hiperbólicamente aparece con evidencia que yo, que dudo, existo. La duda
hiperbólica amenaza en cambio, la posibilidad misma de conocer realmente algo
distinto del yo y, por tanto, pone en peligro el proyecto mismo de la ciencia
universal.
Hay dos vías para alcanzar la certeza absoluta, es decir, la
existencia de Dios: la vía del finito y la del infinito.
1. La vía del finito
En la primera, Descartes imagina la hipótesis de un genio
maligno dotado de un poder tal que le hace ver como claro y distinto lo que en
realidad no existe. Para rechazar esta hipótesis debe encontrar una idea que,
en cuanto posee mayor perfección objetiva que el cogito, no
puede encontrarse en él ni formal ni eminentemente. Es decir, se trata de una
idea que no tiene como causa el sum. Como la hipótesis del genio maligno es también una
idea máximamente negativa desde el punto de vista objetivo, si se demuestra que
existe una idea de una perfección máxima superior a la misma causalidad del sum aparecerá con claridad que la idea del
genio maligno es causada por el sum y, por
tanto, que no tiene ninguna realidad formal, o lo que es lo mismo: que el
infinito objetivo negativo no existe, porque lo que existe es un infinito real.
La hipótesis del genio maligno habrá que atribuirla, entonces, al carácter
infinito que posee la voluntad, el cual —como hemos visto— no es creador de
realidad, sino solo el poder de afirmar o negar la misma.
Descartes examina el posible origen de las ideas de su
mente. Espontáneamente se siente inclinado a distinguir entre tres tipos: las
innatas, como la del alma, que parecen haber nacido con él; las adventicias,
como las de las sensaciones de calor o de dolor, que parecen proceder de fuera;
las ficticias, como la de quimera, que parecen haber sido inventadas por él.
Nuestro autor descarta el aparente origen de estas ideas: las innatas podrían
ser causadas por él; las adventicias también pues, aunque dependiesen de la
realidad, podrían no ser semejantes, como sucede en la idea de sol como algo de
tamaño muy pequeño producida por nuestros sentidos que es distinta de la idea
usada por la astronomía, la cual lo representa muchas veces mayor que la
tierra. Por último, las ficticias, que se dan también en los sueños, pueden
formarse en nosotros sin ayuda de objetos externos. Una vez rechazado el juicio
espontáneo, analiza las ideas considerándolas en sí mismas, es decir, en su
realidad formal y objetiva. Como hemos visto, desde el punto de vista la
realidad formal, no halla ninguna diferencia entre ellas, pues todas aparecen
del mismo modo ante el pensamiento, o sea, son ideas del mismo. En cambio,
desde el punto de vista de la realidad objetiva descubre una notable variedad
de grados de perfección: las que representan las sustancias tienen mayor
perfección que la de los atributos y estos mayor que la de los modos, a su vez
las que representan sustancias, atributos y modos finitos tienen menor
perfección que la que representa una sustancia infinita o Dios [Fernández
Rodríguez 1976]. Ahora bien, la luz natural —no la inclinación natural a
juzgar— hace ver que «debe haber por lo menos tanta realidad en la causa
eficiente y total que en el efecto. De otra forma, ¿de dónde podría el efecto
tomar su realidad, si no fuera de la propia causa? Y, ¿cómo esta causa podría
comunicársela, si no la tuviera ya en sí misma?» [Méditations IX-1: 33].
¿La perfección formal de la idea puede encontrarse en el cogito?
Aparentemente sí, pues podría ser que en el cogitose encuentren estas ideas formalmente o
eminentemente. Hay que examinar, pues, el cogito, para estar seguros de que la idea de Dios no se
encuentra en él ni formal ni eminentemente. La idea de piedra, como sustancia,
es decir, como una cosa capaz de existir en sí, a pesar de la diferencia con el cogito,
puede existir formalmente en él pues elcogito es también una sustancia; la idea de
duración podría provenir del recuerdo que el yo tiene de su existencia; los
pensamientos de la propia existencia que corresponden al pasado y al momento
presente podrían ser la causa del número. Por lo que se refiere a las otras
cualidades como la extensión, la figura, la situación o el movimiento local, si
bien no existen formalmente en el cogito, podrían estar contenidos en él de modo eminente,
en cuanto que son respectivamente atributo o modos de la sustancia corporal. Y
lo mismo sucede con la idea del yo, que se halla contenida en el cogito.
Por tanto, todas las ideas adventicias, ficticias e innatas podrían haber sido
producidas por él, ya que la realidad objetiva de estas ideas se encuentra en él
de modo formal o eminente. Queda, pues, por analizar la idea de Dios, es decir,
de una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, toda ella
conocimiento y poder, por la que todas las demás cosas han sido creadas y
producidas [Méditations IX-1: 43].
Cuanto más considera esta idea, más se convence de que no es
él la causa, pues las perfecciones de este ser son tan grandes que no se
encuentran en él ni de modo formal ni eminente, en cuanto que él es limitado e
imperfecto. No se trata de una pura convicción natural, sino de una evidencia
de la imperfección del cogito. En primer lugar, en el conocer hay más perfección
que en la duda y, en esta, más que en el error; de ahí que, si hubiera sido
infinito, no habría estado en el error ni dudado [Von
Hermann 1987]. En segundo lugar, Descartes no sólo duda sino que sabe que
duda y desea la verdad, es decir, es consciente de su misma finitud. Ahora
bien, para saber que se es finito, se debe poseer la idea de Infinito. La idea
de Infinito es la idea de un Ser que no duda, pues es conocimiento perfecto. En
la idea de Infinito no hay, pues, negación como en cambio la hay en la del
genio maligno (el Infinito no es la negación del finito; más bien, es el finito
la negación del infinito). La realidad objetiva de la idea de Dios es
máximamente clara, ya que contiene todas las perfecciones) y máximamente
distinta, ya que se distingue de todas las demás ideas; no es, pues, ni
negativa ni relativa, sino positiva y absoluta o, mejor aún, absolutamente
real. Por consiguiente en el Infinito ser e idea se identifican.
6.2. La vía del Infinito
La vía del Infinito es lo que ha dado en llamarse, tal vez
de forma equívoca, argumento ontológico: entre todas las ideas que hay en el cogito sólo la de Dios incluye la existencia.
El punto de partida de esta vía es el resultado de la demostración de Dios como
Aquel que no duda por esencia, o lo que es lo mismo Aquel en quien la evidencia
(autoconciencia perfecta o Ser perfecto) se identifica sin residuo con lo
evidente (idea clara y distinta), es decir, posee una evidencia plena.
No obstante ya no se pueda dudar del carácter finito del cogito en acto, pudiera ser que en potencia
éste fuera infinito. Con esta objeción, Descartes parece haber anticipado la
crítica de Ludwig Feuerbach a la religión: Dios es causado por el hombre, en
cuanto que traslada a esta idea su potencia, que es infinita. Para Descartes,
dicha objeción nace de un error: aun en el caso de que la mente humana pudiese
crecer hasta alcanzar un conocimiento infinito, éste no tendría nada en común
con la idea de Dios, «en la que nada se encuentra en potencia, sino actualmente
y en efecto» [Méditations IX: 33]; mi conocimiento, en
cambio, nunca será actualmente infinito, pues siempre existirá la capacidad de
incrementarlo. La idea de Dios no puede, pues, ser pensada por la mente humana,
ya que contiene la máxima perfección en acto. De ahí que la prueba cartesiana,
a diferencia del argumento ontológico, no consista en pasar del orden ideal al
real, sino más bien en considerar a Dios como una idea que no puede ser pensada
por el pensamiento humano (en San Anselmo, en cambio, Dios es lo máximo
pensable por el pensamiento humano [Proslogion XV]); en otras palabras, en la idea de
Dios se evidencia la realidad misma que la causa: lo máximo pensado existe
realmente porque está en el pensamiento sin que sea humanamente pensable. Por
eso, Descartes sostiene que el Infinito se encuentra en el pensamiento humano
(es una idea máximamente clara y distinta) pero no puede ser comprendido por
éste, que es finito. Además, al conocer la idea de Dios, el cogito se conoce como ser dependiente de la
realidad misma que causa la idea de Infinito, o sea como causado actualmente
por el Infinito. Es decir, no sólo la idea de Dios es conocida como causada en
acto por Dios, sino también como causa en acto del propio pensamiento en el que
se encuentra esa idea. En efecto, si el cogito no
poseyera la idea de Infinito, su sum, que es finito, quedaría sin causa, pues ni el propio cogito ni los padres pueden causar el cogito, en
cuanto que todos ellos son finitos. Sin embargo, el cogito, a
pesar de ser finito, existe al ser causado por la misma realidad que causa en
él la idea de infinito.
Aparentemente en la prueba de la existencia de Dios hay una
circularidad lógica —así lo han entendido algunos críticos [Blondel
1937: 70]—: la evidencia del cogito es
la vía para llegar a Dios, evidencia perfecta; y Dios en cuanto evidencia
perfecta garantiza la misma realidad del cogito. Es evidente que esta crítica no es acertada: el cogitodepende
de Dios tanto desde el punto de vista de la evidencia como de su realidad. Lo
que pasa es que el modo de conocer esta doble dependencia no se alcanza
inicialmente: si bien el orden del descubrimiento de las evidencias parece
conducir a la conclusión de que la evidencia de Dios se basa en la del cogito ya que primero Descartes descubre la
del cogito y sólo al final la de la idea de Dios;
en realidad la evidencia del cogito depende
desde el principio de la evidencia de Dios, pues la evidencia del primero no es
más que una afirmación parcial de la segunda, es decir, la evidencia de un ser
finito. Por lo tanto, la prueba de Dios supone alcanzar un fundamento último
del pensamiento diferente del sum: pensar en modo perfecto es Ser infinito. Así la idea
de Dios, además de garantizar la verdad de todo aquello que aparece con
evidencia en el cogito,
indica la dirección hacia donde debe tender la ciencia universal: la
adquisición gradual de un poder semejante al divino que permitirá el dominio
completo de la naturaleza.
7. La
culminación del proyecto cartesiano: la ética científica
Además de las tres sustancias —Dios, sustancia pensante y
sustancia extensa— con sus correspondientes atributos (en el caso de Dios
conocemos sólo unos pocos de sus infinitos atributos) y modos, Descartes
establece tres reglas que, según él, son evidentes y necesarias para elaborar
una ciencia universal: a) considerar verdadero sólo lo que es evidente; b)
subdividir las ideas compuestas hasta alcanzar una idea simple; c) proceder de
forma ordenada en el camino de vuelta, es decir, desde lo que es simple hasta
la idea compuesta; d) hacer enumeraciones completas de estos pasos y controles
generales hasta estar seguro de no haber omitido nada [Discours VI: cap. 4].
Como se ha indicado anteriormente, el resultado final de la
ética científica consistirá en conseguir la felicidad en esta tierra. Para lo
cual son necesarias, sobre todo, dos disciplinas la medicina y la moral. A
pesar de que en elDiscurso ya se hablaba del papel central de
estas dos ramas del árbol de la ciencia universal, la relación entre ellas se modifica
en el curso de la filosofía de Descartes. En efecto, si en la ética
provisional, la ética tiene como objetivo la medicina, pues «la mente depende
tan estrechamente del temperamento y de la disposición de los órganos del
cuerpo que, si es posible encontrar algún medio que vuelva a los hombres más
sabios y hábiles de cuanto lo hayan sido hasta ahora, creo que éste deba
buscarse en la medicina» [Discours VI: 62]. En cambio, en la última etapa
de la ciencia universal, la ética ha de constituir el fin último, pues las
acciones humanas tienen como objeto el dominio del hombre sobre sus pasiones.
Hay que preguntarse, por tanto, a qué obedece este cambio.
Probablemente, éste se debe a la aparente falta de certeza
metafísica en el caso de la ética provisional. Sin embargo, como intentaré
mostrar, la ética provisional posee una serie de principios que serán
definitivos, es decir, no serán abandonados ni siquiera cuando se consiga
elaborar la metafísica y la física de esta ciencia universal.
7.1. La ética cartesiana entre
provisionalidad y certeza
La ética provisional consta de cuatro máximas: la primera es
obedecer las leyes y costumbres del propio país, observar la religión en que ha
sido educado desde la infancia, siguiendo en todo lo demás las opiniones más moderadas;
la segunda es obligarse a ser firme y resuelto en las acciones que parecen ser
las mejores una vez comenzadas; la tercera es cambiar sus deseos antes que
intentar modificar el orden del mundo, habituándose a creer que la única cosa
en su poder son los propios pensamientos; la cuarta es emplear toda la vida en
el cultivo de la razón y en el conocimiento de la verdad siguiendo el método
que se había prescrito [Discurso VI: 22-27].
Por una parte, la falta de certeza metafísica hace que el
fin de la ética provisional sea la construcción de la ciencia universal, por lo
que la medicina aparece aquí como superior a la ética [Rodis-Lewis
1957]. Por otra, con la ética provisional se establece una distinción entre
el ámbito teórico en el que impera la duda metódica y la pura evidencia, y el
práctico en el que gobierna la moderación, la fortaleza y la certidumbre moral
[Malo
2004: capítulo 2]. La relación entre certeza y evidencia se ve así
modificada intrínsecamente: la certeza moral no nace de la evidencia, pues es
posible actuar con certeza cuando el modo de comportarse no es evidente o
incluso cuando se demuestra posteriormente que el elegido no es el mejor; basta
querer lo mejor y ser firme en ese querer para poder actuar con certeza.
Parece, pues, que la evidencia del primer principio deba convivir con la
certeza moral, la cual no ilumina a la inteligencia, sino sólo la voluntad la
cual, a pesar de que la inteligencia se halle en penumbra, se adhiere así a un
determinado comportamiento sin verse asaltada por la duda o el remordimiento.
b) La ética científica
La ética científica, en cambio, debería fundarse sólo en la
evidencia y la verdad. Aunque Descartes elabora lo que pueden considerarse los
fundamentos de la ética científica, no logra dejarnos más que un esbozo de
ésta, que dista mucho de tener el rigor previsto [Malo
1994].
Junto con la demostración de la existencia de Dios, hay
otros principios metafísicos sobre los que Descartes deseaba fundar la ética, a
saber: a) la omnipotencia divina, que es, a la vez, límite y fin del poder
humano; b) la libertad humana, que en cierto sentido es —como en Dios—
infinita, y por la cual el hombre es responsable de sus actos; c) la
inmortalidad del alma, que no implica sin embargo que Dios no pueda
aniquilarla; d) la extensión indefinida del universo, que sirve para evitar el
apegamiento a los bienes de esta tierra. Si bien estas verdades no son objeto
de experiencia, sirven —en opinión de Descartes— para regular el comportamiento
ético del hombre reforzando en él el núcleo metafísico fundamental, la
omnipotencia de Dios y su infinita providencia [Lettre à
ElisabethIV: 292]. Pero las conclusiones morales que Descartes
extrae de tales verdades no ofrecen ni la necesidad ni la universalidad propias
de una ética científica: el conocimiento de un Dios omnipotente, perfecto,
cuyos decretos son infalibles, puede suscitar una actitud de rebeldía más que
de sumisión; el hecho de saber que se es libre puede provocar angustia más que
serenidad, pues la filosofía no dice nada respecto a la muerte de hecho. En
realidad, la ética científica cartesiana no se basa directamente en la
metafísica, sino en la antropología, en concreto en el estudio de las pasiones.
Aquí se encuentra la grande novedad de la ética cartesiana [Spaemann
2003: 81].
Descartes acepta como evidente una doble experiencia
indudable: que el hombre está compuesto de dos sustancias distintas y completas
(alma y cuerpo), y que entre esas dos sustancias existe una acción recíproca:
el cuerpo actúa inmediatamente sobre el alma y viceversa. El origen de estás
experiencias también es distinto: la diferencia entre las dos sustancias se
piensa, mientras que su unión se siente. La existencia de pasiones en el hombre
es la prueba de la unión de sustancias. Por eso, según Descartes, la unión de
sustancias, si bien corresponde a una idea oscura y confusa, es tan verdadera
como la distinción de las mismas. No basta, sin embargo, postular la unión; hay
también que explicarla en la medida de lo posible. Es lo que Descartes intenta
mediante la consideración de la glándula pineal como principal sede del alma,
desde donde salen y a donde regresan los espíritus animales, es decir, las
partes más sutiles de la sangre que mueven los órganos del cuerpo [Le monde XI:
143]. Además de la incongruencia de indicar un lugar del cuerpo como sede del
alma, en la explicación cartesiana hay una segunda incongruencia que, como se
verá, tendrá importantes consecuencias: la explicación mecanicista de la
interacción alma-cuerpo a través de la glándula pineal.
En virtud de la unión con una sustancia extensa o cuerpo, el
hombre siente las pasiones que lo impulsan a actuar; a menudo, en contra del
dictamen de la razón. De ahí que, para lograr el perfecto dominio de sí mismo,
deba tenerse en cuenta el influjo de las pasiones en el actuar humano, uno de
los ámbitos en donde con mayor frecuencia falta la evidencia. Por tanto, si
bien Descartes no lo dice explícitamente, la ética definitiva se basará en el
control de las acciones y pasiones del cuerpo y el alma, lo que significa que
la antropología cartesiana avant la lettre desempeña
un papel central. Ahora bien, ¿esa concepción del hombre es capaz de
fundamentar una ética científica?
El dualismo cartesiano impide tener una teoría única sobre
las pasiones y, por consiguiente, no está en condiciones de establecer el
control de las mismas sobre una base firme [Malo 1999]. En efecto, en el
tratado de Las
pasiones del alma, Descartes propone dos explicaciones diferentes de
las pasiones: una causal fisiológica de tipo contingente, que corresponde a la
unión de dos sustancias distintas e independientes; otra, valorativa, basada en
la consideración de las pasiones —sobre todo, de las emociones— como ideas
oscuras y confusas [Bonicalzi
1990: 126]. La antropología cartesiana es concebida, pues, como el nexo
entre el mundo de la evidencia de las sustancias, siempre inmutable y eterno, y
el mudable y temporal del vivir humano (de sus pasiones y acciones, las cuales
dependen del arbitrio divino y, en parte, de la voluntad humana) [Nájera
2003]. La escisión ontológica entre cuerpo y pensamiento es la base de la
doble tesis cartesiana de las pasiones. Por este motivo, el yo si quiere mantener intacta la libertad
deberá someter con un control rígido el cuerpo, el cual aprovechará cualquier
momento de descuido para imponerse al pensamiento mediante una serie de
conexiones espontáneas. La imposibilidad de reconducir el pensamiento y el
cuerpo a la unidad hace que la integración ética se produzca sólo mediante la
subordinación extrínseca del cuerpo al pensamiento. Cuando la pasión somete al
espíritu el hombre pierde la libertad; cuando el espíritu subyuga la pasión, el
hombre se libera de la necesidad de la naturaleza. Por eso, a pesar de no
condenar la pasión en sí misma, Descartes sugiere mirarla con sospecha y
someterla al poder de la razón, ya que en la pasión hay un elemento que, salvo
en las emociones puras —como amar a Dios— dependientes directamente de la
voluntad, se origina en el cuerpo. El control de la pasión no será nunca
completo ni interior, sino exterior y limitado a una serie de técnicas, como la
de no huir aunque se sienta miedo de modo semejante a como el perro de caza ha
sido adiestrado para permanecer quieto cuando siente el disparo. Por otro lado,
la sensación, el sentimiento y, sobre todo, la emoción no pueden reconducirse
al puro pensamiento, pues son ideas oscuras y confusas; así el miedo es sólo
conciencia de una representación del miedo, es decir, es conciencia de sí
mismo. Pero, si fuera así, no sería fácil explicar cómo se puede ser envidioso
sin darse cuenta de la propia envidia. En definitiva, Descartes confunde la
emoción con la reflexión sobre la emoción. Pero, como se observa en el caso del
miedo, el darse cuenta del propio miedo no es miedo, pues este no es más que
sentir algo —real o imaginario— como peligroso. Más aún, la conciencia de
sentir miedo implica cierta separación del miedo que se siente.
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